24/08/2011 11:45
Hace treinta años Antonio Ordoñez hacía su último paseíllo de luces en la plaza de Ciudad Real. Espoleados por la vuelta a los ruedos de Manolo Vázquez y Antoñete, los cristales de la barriga del rondeño se pusieron a bailar la cumbia. "Pá maestro yo" -confesaba a sus allegados- pero una necrosis de cadera de la que meses más tarde se operaría en París, abortó su retorno.
Así son las figuras, no pueden soportar estar en el tendido mientras otros triunfan. Su soberbia, su orgullo torero están por encima de sus facultades. El toreo de José Tomás tiene dos referencias fundamentales, la sugestión de Manolete y la admiración por Ordoñez. En su soledad, JT ha tenido que rumiar faenas soñadas al tiempo que otros las realizaban en los ruedos. Nada da más fuerza al torero que sentirse superior, que pensar que nadie puede torear como él.
Por eso vuelven, dinero aparte. Después del retiro forzado, el torero cambia. Ejemplos tiene la historia. Arte, pasión y espectáculo no siempre coinciden. Después de cinco tardes, el gran público quiere ver al Tomás de la pasión, el espectáculo del héroe sublime, pero él quiere redimirse por el camino del arte, del bien hacer. La gente quiere sangre y atragantones... "Ni siquiera se ha dejado coger" comentaba algún energúmeno en Ciudad Real.
Como buen místico, busca el camino de la perfección, dejando a la masa ávida de sensaciones más fuertes. Al aficionado le basta con ver torear bien, pero el gran público quiere más y más. La suavidad mecida de los lances de recibo a su primero, sencillos y templados, podían firmarlos Domingo Ortega. Aquello más que torear, es limpiar el aire para que pase el toro. Los naturales a su primero tuvieron ussía, pero faltaba el toro.
No es José Tomás torero de medio toro, ni de plaza de segunda. Donde marca la diferencia es con el toro de verdad y en un marco donde la pureza se valore. Por lo visto, ya no quiere ser el novio de la muerte, entre otras cosas porque a la muerte de nuestros días no le van las relaciones formales. Tampoco el fakir de luces, con estoico desprecio al peligro y cierto deleite ante la cornada. Ningún día es bueno para morir, aunque sea en la plaza. Hay que vivir para torear.
Al último samurai le va a costar trabajo matar al monstruo que él mismo ha engendrado a base de arrimones. Ahora pretende torear como los ángeles, mientras la masa anhela las bajas pasiones que inspira el demonio. Si el divorcio se consuma, todos saldremos perdiendo.
FUENTE: http://www.burladero.com/
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